Noticias | | 18 octubre 2024

Relato corto ganador del III Concurso Literario Félix Casanova de Ayala 2024

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Autor: Daniel Álvarez García.

La noche de la celebración estaba en su apogeo. El sonido de los tambores y las chácaras llenaban el aire, y las personas abarrotaban la playa mientras la procesión de la Virgen de Guadalupe navegaba suavemente sobre el mar. Bajo uno de los viejos dragos de la plaza, Acaymo, el anciano sabio de la villa, compartía su sabiduría con Airam, un niño lleno de curiosidades.

Abuelo Acaymo —preguntó Airam con los ojos brillantes—,

¿por qué es tan importante esta fiesta? ¿Por qué la Virgen es tan especial para nosotros?

El anciano se indignó, sabiendo que esa era la oportunidad perfecta para transmitir una historia antigua que se entrelazaba con el alma de propia isla.

Acaymo, con su piel curtida por el sol y sus ojos color avellana, parecía una enciclopedia viviente de la isla. Había pasado toda su vida escuchando las historias de sus antepasados, los aborígenes, y había aprendido a leer las señales de la naturaleza como si fueran un libro abierto. Sus manos, marcadas por el trabajo de la tierra, acariciaban la corteza rugosa del drago centenario mientras hablaba, como si estuviera transmitiendo la sabiduría del árbol al niño.

Escucha, pequeño Airam—comenzó Acaymo con voz serena—. Hace muchos, muchos años, cuando los primeros conquistadores llegaron a nuestra isla, sucedió algo extraordinario. Se cuenta que vieron una luz brillante que salía de una cueva en Puntallana. Intrigados, se acercaron y allí encontraron una pequeña imagen de la Virgen de Guadalupe. Fascinados por el hallazgo, intentaron llevarse la imagen en sus barcos. Pero, por más que lo intentaban, no podían zarpar.

Los ojos de Airam se agrandaron de asombro.

¿Y qué pasó después? —preguntó ansioso.

Intentaron llevarse la imagen en sus barcos —continuó Acaymo—, pero, por más que lo intentaban, no podían seguir su trayectoria con dicha imagen embarcada. Entonces entendieron que la Virgen debía quedarse aquí, en La Gomera, en Puntallana. ¿Y sabes qué hicieron nuestros antepasados, los aborígenes? Aunque no conocían la figura de la Virgen, supieron reconocer en esa imagen un símbolo sagrado, algo que se conectaba con sus propias creencias, con su respeto a la naturaleza y los espíritus que habitaban la isla. Los aborígenes siempre han venerado a la naturaleza, a los árboles, al mar y a las montañas. Creían que en cada elemento existía un espíritu protector. Así, la Virgen se convirtió en una más de esas deidades, una protectora de nuestra tierra y de nuestro pueblo. Cuando celebramos su fiesta, no solo honramos a la Virgen, sino también a la naturaleza que nos rodea y que nos da la vida.

Airam, con una pizca de escepticismo, preguntó: ¿Y cómo sabemos que todo eso es cierto, abuelo? ¿Y si solo son cuentos que se han ido pasando de generación en generación?»

Acaymo sonrió con ternura. Es cierto, Airam, muchas de nuestras historias se han transmitido oralmente a través de los siglos, y con el tiempo, algunos detalles pueden haberse transformado. Pero la esencia de estas historias, la conexión que sentimos con nuestra tierra y con nuestros antepasados, esa es una verdad que llevamos en el corazón. Cada vez que celebramos esta fiesta, reafirmamos nuestra identidad.

Mira este drago, Airam,» dijo Acaymo, acariciando la corteza rugosa del árbol. «Se dice que los dragos son guardianes de la sabiduría y que han presenciado el paso del tiempo. Este árbol ha visto nacer y morir a muchas generaciones. Al igual que el drago, nuestra cultura ha evolucionado a lo largo de los siglos, pero nuestras raíces permanecen firmes. La Virgen de Guadalupe es un símbolo de esa continuidad, un puente entre nuestro pasado y nuestro presente.

El niño quedó en silencio, reflexionando sobre las palabras de su abuelo mientras el sonido de los tambores resonaba en la distancia. Las olas susurraban suavemente al besar la orilla, mientras las luces de las embarcaciones se reflejaban en el agua, bailando como estrellas sobre la superficie del mar. En ese vaivén, se entrelazaba lo ancestral y lo espiritual, una fusión viva que conectaba las antiguas creencias de nuestros ancestros con la devoción a la Virgen. El océano y el cielo parecían unirse en ese momento sagrado, testigos silenciosos de una tradición que fluía a través del tiempo —Ahora lo entiendo, abuelo —dijo Airam tras un largo silencio, con una sonrisa de comprensión—. Cuando bailamos y tocamos las chácaras, no es solo una fiesta. Estamos celebrando nuestra tierra, nuestras raíces, y todo lo que nos conecta con este lugar.

Acaymo irritante, con el corazón lleno de orgullo.

Así es, Airam. Cada golpe de tambor, cada paso de baile, cada silbo que surca el aire, es un recordatorio de nuestras raíces. Es nuestra manera de dar gracias a la tierra, al mar, y a la Virgen, por cuidar de nosotros y de nuestro pueblo. Y tú, algún día, también contarás estas historias, para que nunca lo olviden.

La fiesta seguía su curso, llena de colores, cantos y alegría, pero para Airam, aquella noche ya no era solo una celebración. Había sido transformadora, como si en cada palabra de su abuelo hubiera encontrado un nuevo significado para su existencia. Comprendía ahora que su historia no era solo suya, sino de la isla entera.

Todo estaba conectado.

Airam se dio cuenta de que sus pasos, su vida, eran una continuación de esa historia milenaria. Su tierra no era solo un lugar para habitar, sino un ser vivo, lleno de memoria y de energía. Su pueblo no solo celebraba una tradición, sino que cada vez que tocaban las chácaras y bailaban bajo el cielo abierto, estaban recordando quiénes eran, honrando a los que vinieron antes y asegurándose de que su cultura viviera en los que vendrían después.

Miró a Acaymo, quien, en silencio, le devolvió la mirada con una sonrisa serena. No hicieron falta palabras. El niño sabía que había comenzado a comprender algo profundo, algo que el anciano había deseado que él descubriera por sí mismo. En ese instante, Airam sintió el peso suave de la responsabilidad que ahora llevaba: el deber de mantener vivas las historias, las tradiciones y el alma de su gente.

Las estrellas brillaban con fuerza en el cielo, reflejadas en el océano, como si la propia isla las hubiera invitado a ser parte de la celebración. Y así, mientras la música continuaba y la procesión seguía su camino, Airam supo que aquella noche siempre sería recordada. No solo como una fiesta, sino como el momento en que comenzó a entender que él también era parte de algo mucho más grande que él mismo.






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